lunes, 23 de agosto de 2010

educar

La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser -¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!- necesariamente ínfima. Incluso existe en España ese dicharacho aterrador de ''pasar más hambre que un maestro de escuela''...
En los talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro: ¡Para qué, pobrecillos!. Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza... ¿inferior?
Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así como ''fracasados'' deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que vivimos también es un fracaso. Porque todos los demas que intentamos formar a los ciudadanos e ilustralos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros. ¿Qué somos los catedráticos de universidad, los periodistas, los artistas y escritores, incluso los políticos conscientes, más que maestros de segunda que nada o muy poco podemos si no han realizado bien su tarea los primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y ante todo tienen que prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por excelecnia, el sistema mismo de convivencia democrática, que debe ser algo más que un conjunto de estrategias electorales...

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